Cuanto más avanza este tren, más parados se quedan mis ojos.
La sierra madrileña ya queda a media hora de este punto de desencuentro.
Recuerdo que cuando era niña hacía este mismo recorrido y veía ciervos corretear al otro lado de la ventana.
La primera vez que ví un ciervo pensé que sus grandes astas eran ramas de árboles que habían recogido en el otoño para coronarse a sí mismos. Ahora ya no hay ciervos que recojan esas ramas. También falta mucho campo, que cada año es engullido por la cuidad y transplantado con cuidadanía. A medida que somos más, el resto se hace menos.
Me pregunto como será este pasaje paisaje, verde y salvaje, dentro de 10 años. ¿Y dentro de 40?
Será de un gris carcelero, una prolongación asfáltica antinatural y desintegradora, reacia a fundirse con el preciado entorno.